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viernes, 30 de octubre de 2009

Sharon Olds


"So many Americans who had felt pride in our country now feel anguish and shame, for the current regime of blood, wounds and fire. I thought of the clean linens at your table, the shining knives and the flames of the candles, and I could not stomach it." Esta fue la respuesta que recibió Laura Bush en el 2005, al invitar a la poeta californiana Sharon Olds (1942), al Festival Nacional del Libro en Washington; ocasión en la que señaló además: “No almuerzo con quien me quiere comer".

Lo anterior –desde luego- aumentó mi curiosidad por conocer la obra de Olds. Ahora comparto algunos poemas suyos, los cuales a mi parecer deben ser disfrutados por su sencillez y contundencia, así como por la forma directa y sin rodeos sentimentalistas con que aborda situaciones vivenciales, que en manos de otra que no fuese Olds, se verían fácilmente corroídos por la cursilería y el sentimentalismo barato.

Olds ha sido galardonada en múltiples ocasiones con premios como The San Francisco Poetry Center Award, the Lamont Poetry Prize, The National Books Critics Circle Award, y el T. S. Eliot Prize.



Sexo sin amor

¿Cómo hacen, los que tienen sexo
sin amor? Imperturbables como bailarines,
deslizándose el uno sobre el otro, como patinadores
sobre hielo, los dedos enlazados,
uno dentro del otro, las caras
rojas como un bife o como el vino, húmedos como
bebés recién nacidos cuyas madres
piensan abandonar. ¿Cómo es que acaban
Dios cómo es que acaban
por llegar a las aguas tranquilas, sin amar
al que hizo el recorrido junto a ellos, mientras que poco a poco
subía la temperatura, y un vapor emanaba
de sus pieles? Yo creo que ellos son
los religiosos de verdad, los puristas, los profesionales,
los que se negarían a creer
en un falso Mesías, o a amar al sacerdote
en vez de al Dios. Jamás confundirían
a quien tienen al lado con la fuente de su propio placer.
Son como los mejores corredores: saben que están a solas
con el camino y sus características,
con el frío y el viento, las condiciones del calzado,
su situación cardíaca: variables, nada más,
como el otro en la cama; no su verdad, que es
el cuerpo aislado, solo en el universo,
tratando de batir su propio récord.




Adolescencia

Cuando pienso en mi adolescencia, pienso
en el baño de ese hotel sórdido
en San Francisco, a donde mi novio solía llevarme.
Nunca había visto un baño así-
sin cortinas, sin toallas, sin espejo, sólo
un lavabo verde de mugre y un inodoro
amarillo y color óxido- como algo en un experimento de ciencia,
criando la plaga en cuencos.
El sexo era todavía un crimen, entonces,
solía salir del dormi de la universidad
hacia un destino falso, firmar en
el albergue con un nombre falso,
bajar por el hall hasta el único baño
y encerrarme allí. Y no podía aprender a meter ese
diafragma adentro, lo decoraba
como una torta, con espermicida brillante,
y me inclinaba, y saltaba de mis dedos
y navegaba hasta un rincón, para aterrizar
en una depresión cóncava como un nido de rata,
me agachaba y lo sacaba y lo lavaba
y lo lavaba hasta que caía en esa cúpula frágil,
lo glaseaba de nuevo hasta que estaba reluciente
y lo doblaba en su pequeño arco y solía
volar por el aire, zumbando por los bordes
como el anillo de Saturno, me inclinaba y arrastraba para recuperarlo.
Cuando pienso en mis dieciocho
eso es lo que veo, ese disco alado
flotando en el aire y descendiendo, y me veo
arrodillada, tratando de alcanzar mi vida.


Fin
Nos decidimos a abortar, y juntos
nos volvimos asesinos. No cambió nada con
el próximo período: estaba muerta, esa pareja joven
que alguna vez había abrazado la vida.
Mientras lo discutíamos en la cama, el choque
no nos sorprendió. Fuimos a la ventana,
y miramos los autos hechos un acordeón,
las esquirlas de vidrio reluciente,
como si los culpables fuéramos nosotros.
La policía retiró los cuerpos,
ensangrentados como bebés recién nacidos,
por el huequito humeante de la puerta,
los colocó en el césped, y los cubrió con sábanas
que se empaparon en el acto. Sangre
empezó a caer de entre mis piernas
y manchó mis pantuflas. No me moví de ahí,
viendo cómo arrojaban a la figura atada con correas
por la abertura negra de la ambulancia, y cómo
paraban a la otra, la cabeza cubierta con vendajes,
dos manchas en reemplazo de los ojos.
La mañana siguiente me tuve que agachar
una hora en el piso, para limpiar mi sangre,
frotando un trapo húmedo por las manchas brillosas
y traslúcidas, como quien deja la sartén
largo rato en remojo
después de que la fiesta terminó.



Últimos ritos
Cómo me gustaría poder lavarle la cara a mi padre
con algodón del barro de la tierra,
pasárselo por la cara y que las hebras
se alimenten en sus poros antes de morir. Quiero
estar en él, así como estuve una vez en él,
en sus huevos el día antes de engendrarme,
llevándome con sus largas piernas muy cómoda
por las colinas de San Francisco los días de la guerra,
ahí voy entre sus piernas donde pertenezco,
yendo en su carne, me dará su amor sin reservas
y estaré con todo su placer.
Ahora quiero sentir, con el picaneo de la tela,
los contornos de su piel dolorida,
y quisiera lavarlo, así como solía
lavarles bien la cara a mis muñecas
antes de una gran ceremonia.

El niño injustamente castigado
El niño grita en su cuarto. La rabia
le sube a la cabeza.
Pasando por estadios como el metal
a altas temperaturas.
Cuando se calme y salga por esa puerta
no será más el mismo que corrió
dando el portazo. Una aleación le añadieron. Ahora
se va quebrar en otra parte cuando lo golpeen.
Es más fuerte. La infinita impurificación
ha comenzado esta mañana.

Barómetro
Por ser la hermana menor de una mujer
que abandonó a su hija —dejándola a mitad de camino,
como se tira un marido— no soy como las otras madres.
Por las noches, voy al cuarto de mi hija,
y escucho el sonido en la cisterna
de su respiración; voy al cuarto de mi hijo, el grillo
todavía vivo en su garganta, en su pecho;
Quisiera poder inclinarme sobre mi propia cama
y escuchar mi respiración, para saber el clima
que viene.

Amor verdadero
En medio de la noche, cuando nos levantamos
después de hacer el amor, nos miramos
llenos de amistad, sabemos muy bien
lo que hacemos. Unidos uno al otro
como montañistas bajando de una montaña,
amarrados desde la sala de partos,
caminamos por el pasillo hasta el baño, casi no puedo
caminar, me tambaleo a través del aire granulado y oscuro,
con mis ojos cerrados sé donde
te encuentras, unidos uno al otro
a través de gigantescos hilos invisibles, nuestro sexos
mudos, extenuados, aplastados, todo
el cuerpo hecho sexo —seguramente éste
es el momento más sagrado de mi vida,
con nuestros hijos durmiendo en sus camas, cada destino
como una vena inagotable de mineral
por descubrir. Me siento en el inodoro en la noche,
y tú en algún lugar del cuarto,
abro la ventana y la nieve
se ha amontonado contra la hoja de vidrio,
miro hacia afuera,
un muro de cristales fríos, en silencio
y brillando, te llamo en voz baja
y vienes a tomarme la mano y yo digo
no puedo ver más allá. No puedo ver más allá...


Más allá del peligro

Una semana después de que murió
de pronto entendí que su amor por mí estaba seguro:
ya nada lo podría alterar.

A veces, durante el último año,
su rostro se iluminaba cuando yo entraba a su habitación,
y una vez, medio dormido, sonrió al pronunciar mi nombre.

Respetaba mi arrojo: la vez que me ataron a la silla,
ataron a alguien que él respetaba, y cuando
dejaba de hablar durante semanas enteras,
yo era uno de los seres a quienes no le hablaba,
alguien con un lugar en su vida.

La última semana lo dijo sin querer:
entré a su cuarto y le pregunté “Cómo estás,”
y contestó, “Yo a ti también”.

Desde entonces, temí perder esas palabras.
Hasta el último momento podía equivocarme, ofenderlo.
Bastaría una de sus muecas de disgusto para que volviera a joderme la vida.

Intenté no pensar demasiado, ayudaba a cuidarlo,
le limpiaba el rostro, lo acompañaba.

Pero un rato después de que murió, de pronto pensé,
con asombro, ahora siempre me amará,
y me reí: estaba muerto, ¡muerto!




Conflictos

Deja ya de hablar de conflictos.
Veo la cabeza pálida como el vientre de una araña de la
recién nacida encima de la hierba, con la tela de araña de
venas visibles en su cráneo, la piel
gris y fulgente, el limpio corte de
la bayoneta en mitad del pecho.
Veo la cara de su madre, a golpes,
ha tomado la forma de una planta,
un cactus con espinas grises y carnosos
brotes de color granate oscuro.
Veo el largo se su brazo sobre la pequeña;
su muñeca descansa inmóvil con todo su peso, sobre las
diminutas costilllas.
No me hables de
política, tío. Que tengo ojos.

1 comentario:

Enrique Delgadillo Lacayo dijo...

Dona Sharon Olds, el gusto es mio.